INVASIÓN E INVERSIÓN DE ROLES EN LA PAREJA ACTUAL

Y SU RELACIÓN CON LA VIOLENCIA INTRAFAMILIAR Y DE GÉNERO

Este artículo se publicó originalmente en el número 21 de la desaparecida Revista UIC de la Universidad Intercontinental cuya editorial actualmente maneja distintos títulos de sumo interés.

Aunque le artículo fue escrito por Marisol Zimbrón F. (CEO y co-fundadora de Cubic Star) en el año 2011, el tema y la hipótesis planteadas siguen -desafortunadamente- tan vigentes como nunca ante el preocupante aumento de la violencia de género en México y otros países.

Es por ello, que el equipo de Cubic Star decidió rescatar este escrito y compartirlo en el marco del día internacional de la mujer y del paro nacional de mujeres en México este 9 de marzo bajo el lema «Un día sin nosotras«.

Esperamos el presente artículo aporte a la reflexión y la discusión constructiva y a comprender que lo que se debe buscar no es la igualdad, sino la equidad.

La versión aquí publicada es la versión adaptada para su presentación en el III Congreso  Iberoamericano de Psicología de la Salud en Sevilla, España, 2014, organizado por la Asociación Española de Psicología Cognitiva. Sin embargo, al final de este artículo puedes descargar el PDF con la versión publicada en la revista en 2011.

Las diversas revoluciones socioculturales de finales de los sesenta y los setenta sentaron las bases del posterior desarrollo evolutivo que habrían de tomar  las estructuras sociales, empezando con la pareja, donde el ideal clásico y tradicional comenzó a modificarse y, con ello, la organización intersubjetiva que se establece entre ambos miembros de la pareja desde el momento en que se erigen como tal.

Desde entonces, se ha observado un claro aumento de la tasa de divorcios y de situaciones violentas dentro del núcleo familiar.

A pesar de ello, es evidente que la tendencia general del ser humano continúa siendo la formación de una pareja que, eventualmente, puede convertirse en familia. Entonces, ¿qué está ocurriendo?

La lógica de la vida contemporánea en la sociedad occidental supone, entre otras muchas cosas, la necesidad de compartir responsabilidades, lo cual entraña la modificación de las tareas y la dinámica de la pareja, como unidad, así como también de cada uno de los miembros que la conforman, siendo la situación económica uno de los detonadores principales de dicha modificación, aunque no el único.

Podemos rastrear los orígenes de tales cambios a partir de las revoluciones sociales mencionadas con anterioridad, donde el empoderamiento y la emancipación femeninos comenzaron una búsqueda de igualdad que, si nos detenemos un momento a analizarla en forma pragmática, rápidamente nos percataremos de su contradicción y, por tanto, de su imposibilidad.

Basta mirarnos al espejo para saber que, hombre y mujer, jamás podremos ser iguales. Somos diferentes por definición y por necesidad; en consecuencia, no podemos aspirar a una igualdad más que en derechos y oportunidades, lo cual, en realidad, se traduce en equidad. Equidad es el deseo, lo posible, lo que deberíamos buscar, pero, en su lugar, seguimos persiguiendo un concepto erróneo de igualdad. Esa concepción es la que ha guiado, en gran medida, el proceso evolutivo de la pareja hasta nuestros días.

Con anterioridad, la tradición involucraba una clara división del trabajo entre hombres y mujeres, en la que cada quien tenía definido su rol y desempeñaba el papel que le correspondía; así, mientras el hombre trabajaba y ganaba dinero, la mujer se hacía cargo de los hijos y el hogar. Evidentemente, los cambios sociales, y el propio potencial e inquietudes femeninas fueron provocando que dicho papel quedara corto a la mujer; y la lucha feminista trajo como resultado mayores derechos, mejor educación y un claro incremento de la actividad profesional para las mujeres.

Todo ello merecido y necesario sin duda, pero que evidentemente alteraría el equilibrio hasta entonces existente entre hombres y mujeres como sistema y crearía la necesidad de una readaptación de la dinámica familiar y de pareja y, por lo tanto, del propio papel del hombre ante los cambios observados en la mujer y vice versa. Como parte de este proceso de cambio y en la búsqueda de un nuevo equilibrio los roles sexuales comenzaron a querer equipararse, primero, en el trabajo, donde se igualan de modo significativo las diferencias de conducta entre hombres y mujeres; posteriormente, tal ajuste fue llevándose también al ámbito del hogar, donde, en nuestros días, tanto para el hombre como para la mujer, las exigencias profesionales determinan de manera decisiva la forma de convivencia y gestan en la mayoría de los casos, una notoria competencia entre sexos. Esta competencia ha conducido –en muchos casos- a perder los límites y las estructuras que antes definían lo que se esperaba de cada uno, derivando en una confusión tal que ambos géneros ya están invadiendo y peleando el terreno del otro, mientras abandonan y descuidan el propio; y, aunque es cierto que las capacidades de ambos permiten incursionar en distintas áreas tanto profesionales como personales, recordemos que no somos iguales, sino complementarios.

Por ejemplo, es cada vez más habitual que el hombre se quede en casa y cuide de los hijos y el hogar; sin embargo, por más que se esfuerce, no puede ser madre. Es y siempre será —y debería ser— padre. Además, el ejemplo involucra que la mujer niegue parte de la esencia de su feminidad en esa función por definición intransferible. En la medida en que una mujer se conduce más como hombre, éste se ve obligado —inconscientemente y por inercia— a actuar de algún modo más como mujer para mantener una homeostasis en el sistema y viceversa. Dando como resultado una inversión de roles que, en realidad, se traduce en ambivalencia y difusión de los mismos y, a la larga, en una imposibilidad para comunicarse con el otro, para funcionar complementaria y eficazmente como pareja.

Por si fuera poco, en la atracción entre un hombre y una mujer, las expectativas de que el otro actúe de la forma esperada de acuerdo con su género desempeñan un papel fundamental, pues, entre otras cosas, permiten la comunicación y complementación requeridas para consolidar una pareja y una convivencia fructíferas y placenteras para ambos. Precisamente esas diferencias entre un hombre y una mujer dinamizan y enriquecen la vivencia entre dos. En ese sentido, Wickler y Seibt (1983) plantean que la existencia de dos sexos representa un incremento de las oportunidades para hacer frente a los cambios en las condiciones de los distintos ámbitos de la vida.

Además, el hecho de que las discrepancias entre los sexos pretendan minimizarse, reducirse y negarse lo más posible, más allá de las evidencias biológicas, constituye un síntoma social relevante, en tanto que hombres y mujeres buscamos reafirmarnos, pero ¿en función de qué lo estamos haciendo actualmente? Si nos reafirmamos al minimizar al otro, al invadirlo o imitar sus características, estamos demostrando una falla esencial en nuestra propia percepción de la realidad llegando incluso a negar la propia naturaleza y, por tanto, la del otro, quien debiera ser nuestro complemento, pero que queda excluido ante una pretendida ausencia de falta, una ilusión de completud que no es más que el resultado de una profunda confusión en cuanto a la identificación del propio rol de género.

El hombre puede ser masculino, en la medida en que la mujer sea femenina; y, a su vez, la mujer puede ser tan femenina como el hombre sea masculino. Lo contradictorio en la actualidad es que no sólo se ha roto la tradición arquetípica, sino que la mezcla e inversión de roles, o su falta de nitidez, aumenta el sentimiento de vacío y la  falta de plenitud y satisfacción personal y, en el caso específico de la pareja, se comienza a combatir aquello que, precisamente,  nos atrajo en un principio del otro.

Esto tiene implicaciones mucho mayores de lo que podemos comprender a primera vista. En Tótem y tabú, Freud (1913) concluye que la génesis de los sentimientos de culpabilidad radican en las tendencias agresivas. Al impedir la satisfacción, volvemos la agresión hacia la persona que prohíbe dicha satisfacción. Si este postulado se traslada a la pareja, podemos suponer que una de las causas del preocupante incremento de la violencia intrafamiliar y de género es tal inversión de roles ya que, si cada miembro de la pareja invade, como ya se dijo, el rol del otro, ello es vivido como un impedimento para el propio desarrollo y satisfacción inherente al género, al papel natural y, por supuesto, deriva en agresiones cada vez más manifiestas.

Entonces, si las circunstancias nos exigen una modificación de los roles, debe considerarse qué se puede compartir y qué no. Mientras hombres y mujeres podamos compartir el trabajo, la economía, el afecto y la crianza de los hijos, no podemos abandonar lo que por naturaleza somos; es decir, el hombre no debe abandonar su identidad masculina, protectora, caballerosa y su papel de padre; la mujer no debe renunciar a su identidad femenina, sensible, creativa y a su papel de madre. En la medida en que hallemos un punto medio favorable, podremos sentar nuevas bases para una familia y una sociedad mejor encaminada.